La inseguridad volvió a golpear de la forma más brutal mientras el Gobierno mira para otro lado. Nazareno Isern, un pibe de apenas 21 años que soñaba con ser locutor, fue asesinado de dos disparos en la cabeza por dos delincuentes que quisieron robarle una bicicleta que ni siquiera tenía valor económico. La impunidad total, esa que crece en silencio y sin freno, volvió a cobrarse otra vida joven.
Nazareno volvía de pasear en bicicleta por los bosques de Ezeiza junto a su amiga de siempre, Kiara Alegre. Eran las 19.30 y circulaban por la colectora de la autopista Riccheri cuando dos ladrones los interceptaron. Él, de casi dos metros de altura, intentó defenderse. Forcejeó. Luchó por lo suyo. Pero uno de los criminales sacó un arma y lo ejecutó en el asfalto como si su vida valiera nada.
Kiara intentó reanimarlo con RCP, pero ya era tarde. Los asesinos escaparon entre los pastizales y, como ocurre demasiadas veces en el Conurbano, no hay un solo detenido.
Nazareno vivía en Villa Madero. Había abandonado Agronomía para seguir su verdadera pasión: la Locución. Iba a comenzar en el ISER en 2026. En su VSCO quedan las fotos de un chico común: el viaje de egresados, la playa, la escuela, las risas con amigos. La vida que le arrebataron en segundos.
Su mamá, Edith, contó entre lágrimas que la bicicleta por la que lo mataron era “armada y oxidada”. No tenía valor. Ni siquiera se la llevaron. Tampoco su celular. Lo mataron porque sí, porque la calle está librada a su suerte y nadie controla nada.
Meses atrás, Nazareno había aparecido en TV contando cómo habían torturado a sus abuelos durante una entradera. Nunca imaginó que él sería la próxima víctima de la violencia que nadie parece capaz —o con voluntad— de frenar.
“¿Por qué en la cabeza? ¿Por qué así?”, se preguntó su madre, devastada. Su padre, Daniel, recordó la rutina simple de su hijo: gimnasio, casa, y salir a pedalear con su amiga. Lo mataron en ese paseo de todos los días. Lo mataron en un país donde la vida vale menos que una bicicleta destruida.
La causa quedó en manos del fiscal Fernando Semisa, de la UFI Nº4 de Esteban Echeverría. Por ahora, como pasa siempre, solo hay silencio, dolor y una familia pidiendo justicia en un país que cada vez ofrece menos respuestas.