Con tono de salvador, el exvocero presidencial asume su primer desafío al frente del Gabinete: arreglar los problemas de comunicación entre ministros y apagar los incendios que dejó Francos. Detrás del discurso de “modernización”, se cocina otra purga interna ordenada por Karina y avalada por Milei.
El flamante jefe de Gabinete, Manuel Adorni, comenzó su gestión con una misión digna de titán: poner en orden el descontrol dentro del propio Gobierno libertario. Entre reuniones, diagnósticos y promesas de diálogo, el exvocero intenta reparar lo que él mismo definió como “fallas graves” en la comunicación interna entre ministros, un síntoma del desorden que reina en la Casa Rosada.
A contrarreloj, Adorni se propuso ver “uno por uno” a los nueve ministros para limar asperezas y conocer “la realidad” de cada cartera. Un eufemismo elegante para lo que en los pasillos ya se traduce como una cacería silenciosa de funcionarios ligados a Guillermo Francos, el excoordinador del Gabinete.
Mientras Milei sigue recluido en su torre de poder, y Karina Milei mueve las fichas del tablero, Adorni intenta mostrarse como el rostro “dialoguista” de un gobierno fracturado por dentro. Pero la jugada no es inocente: el plan incluye reuniones ampliadas cada 10 días, una suerte de control político para mantener a raya a los ministros y detectar “desobediencias” internas.
En medio del reacomodo, los “franquistas” tiemblan. La salida de hombres cercanos a Francos —como José Vila y Oscar Moscariello— parece inminente, mientras otros sobreviven sólo por falta de reemplazos. El propio Adorni define su nuevo equipo con mano de hierro, bajo la atenta mirada de la “hermana del poder”, que sigue siendo quien decide quién entra y quién sale del círculo presidencial.
Con los ecos del ajuste social todavía golpeando a la gente y los conflictos multiplicándose en todos los frentes, el Gobierno se concentra en resolver sus propias peleas internas. Adorni promete diálogo, pero en los hechos, lo que se viene parece más una limpieza quirúrgica que un cambio de rumbo.
En definitiva, el exvocero se estrena con una tarea que ni el mejor guionista podría imaginar: ponerle palabras a un Gobierno que ni entre ellos logra entenderse.