El ministro de Economía Luis Caputo desató polémica al afirmar que las altas tasas de interés son consecuencia de la inestabilidad política y del temor a una derrota del oficialismo en las elecciones de medio término, y no un problema del plan económico.
En plena escalada de tasas para contener la presión del tipo de cambio y evitar una fuga hacia el dólar, la explicación oficial desconcierta: según Caputo, la inflación elevada y el encarecimiento del crédito no son falla de la política económica, sino producto de la “amenaza peronista” y de los proyectos impulsados en el Congreso. Esta lectura ubica la raíz del problema fuera del modelo y dentro del tablero político, dejando al Ejecutivo por fuera de cualquier responsabilidad.
El ministro cuestionó a un economista afin —Fernando Marull— que calificó las tasas como “ridículamente altas”, tildando esos comentarios de erróneos. Insistió en que las alzas son “transitorias” y anticipó que la situación se resolverá una vez que los votos favorezcan al oficialismo: “con una elección favorable, el ‘riesgo político’ que hoy percibe el mercado se desvanecerá y las tasas volverán a niveles razonables”, afirmó en su respuesta. Una apuesta peligrosa, que condensa dependencia política y expectativas en un proceso electoral incierto.
Mientras el Banco Central endurece su política monetaria —subiendo encajes al 50 % y ofreciendo plazos cortísimos a tasas exorbitantes para frenar la bicicleta financiera—, el discurso oficial señala al Congreso y las elecciones como los villanos del relato económico. Esta estrategia de culpabilización no suma certidumbre: la ciudadanía sufre el impacto inmediato del encarecimiento del crédito y la retracción de la actividad, sin señales claras de un plan alternativo que trascienda el ciclo electoral. El reflejo es ineludible: la política, una vez más, define el ánimo de la economía.